Esta
obra fue realizada por Pepe Noja en acero para el Parque del Príncipe
de Cáceres, ejemplo de la doble funcionalidad que se aspira
conseguir con estas obras vencidas por la fuerza de la naturaleza o
soberanas sobre éstas. La naturaleza como fuerza ilimitada y como
museo abierto, donde el saber de cada uno de sus rincones fluye
libre, embargando todo el espacio hasta el corazón del visitante,
que pasea desligado de la frenética marcha del museo urbano del
ruido y la contaminación visual, dejándose seducir por la magia de
la interacción de la obra y su entorno. La obra se compone de una
barra de gran grosor que define toda la estructura por ser el único
elemento del que se sustenta. Formas convulsas que se retuercen, que
luchan por librar la forma de la curva, del artificial movimiento que
les impulsa eternamente a completar la nada de la que se encuentran
prisioneros. Una estructura que juega con las formas pero también
con los espacios vacíos por los que la libertad del viento desdeña
el sufrimiento del Laocoone apresado por las serpientes o por el ser
que atrapado en la inexistencia del existencialismo lanza un
desgarrador grito a la nada de su alma perdida, naufragada en la
avenida fría y eterna de la soledad, de la carrera por aspirar a
alcanzar al viento raudo, que despega sus pies del suelo para
recorrer los sueños de tantos niños cuya inocencia les mantiene
dormidos y felices.
Pero,
¿qué es verdaderamente la libertad?, ¿a qué aspira el ser humano
durante y después de la inocencia?. La libertad, como nos dira
Kierkegaard, es un golpe, es angustia, y es esa angustia la que
genera el vértigo ante la libertad. Un vértigo, que, como nos dirá Poe, genera un sentimiento sublime de repulsión y atracción, de
algo que nos dirá Kant, está por encima de la razón y el
sentimiento, que está en el alma indicándonos prudentemente que nos
alejemos del abismo, pero que a la vez nos instiga con ferviente
placer a contemplar el vacío después del abismo, a lanzarnos y
hundirnos en la sensación de intemporabilidad de un instante y
después nada, solo el golpe atronador de la libertad sobre nuestra
sien, latiendo con fuerza, es la conciencia del ser humano sobre si
mismo. Ya no hay una inocencia a la que abrazarse, ya no hay
felicidad ante la vida que nos hes entregada, tan solo hay una lucha
contra el destino y el tiempo, esa lucha trágica de los héroes
clásicos contra un destino al que se entregan resignados,
prisioneros de la libertad, que con cadenas nos llevan hasta la
falacia del sin fin de decisiones, que habremos de tomar y que
definirán el cauce de este río hacia un limite. El existencialismo
como producto del pecado, como elemento definidor del alma, como paso
de esa inocencia general al individualismo concreto, el paso de la
protección del hogar a la lucha de la calle contra uno mismo, como
nos dirá Herman Hesse. La búsqueda de la felicidad o la acción de
supervivencia, la desesperación ante la no hallada salvación o ante
la incierta existencia, el todo y la nada, el saber como libertad o
como prisión, esta obra como un ser o como una prisión sin función,
el objeto que no es nada y que lo puede ser todo, la carencia de la
utilidad, el objeto desligado de la materialidad utilitaria, erigiéndose como espíritu natural y universal, como ente soberano,
como referente metalizado del alma abstracta que no libra una batalla
igualada contra su ser y su destino sino que es vencido, derrotado,
atrapado por las atenazadoras fauces de la vida, sumido en la
angustia de una forzada libertad, donde la decisión se convierte en
el parangón de la muerte, de ese sublime vértigo de abandonar la
mundana realidad y trasciende a la confusión de las formas donde dos
polos de un mismo objeto se encuentran, rompiendo la armonía de los
opuestos, llevando el caos imperante, y que es ocultado mediante la
necesidad del orden, y este engaño continuo se convierte en la
sensación de hinchazón equiparable con la de un ojo morado
(shiner).
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