Walter Crane. Los Caballos de Neptuno
En
el fragor eterno entre la naturaleza y el hombre, entre el dios y el
mortal, rompe con fuerza contra el impotente titan rocoso,
desgastando su férrea armadura. Guarida de nadies, que buscan cobijo
en la húmeda caverna, resguardándose de la luz devastadora, de las
fuerzas divinas, que arremeten constantemente contra la debilidad del
ser, de sus deseos de crecer. Ante ellos, cientos de corceles
aguijoneados por el barbado ser, blandiendo la bravura, el salvajismo
de la naturaleza que todo lo envuelve, que todo lo devora. A su paso,
tan solo vida. Suaves pisadas jamás imaginadas de tan brioso jinete.
Bajeles arrastrados a la miseria del olvido en lo más profundo de
sus entrañas. Lecciones grabadas en las embarcaciones, en sus velas
y marineros, que desisten, que se entregan a los vaivenes de las
tormentas, que arrancan sus ropajes dejando tan solo harapos por
sueños de alcanzar las orillas de sus amadas tierras, vagando
eternamente por los confines de los mares. Mil historias quedan
atrapadas en los pliegues de sus espumosas crines. Historias
susurradas a la brisa que las llevan a tantas esposas e hijos que
esperan pacientes la llegada del joven guerrero, que partió tiempo
ha a la batalla, y que con el rostro impregnado del dolor tornara a
la tierra que le vio nacer, adquiriendo su rostro la serenidad de
hallar el sosiego de la arena que cubrirá sus parpados por toda la
eternidad. No hay mares, ni dioses que puedan callar la voz que nos
llama a las filas del recuerdo prendido de la fragancia de la mujer
amada.
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