Atravieso la humeante y febril figura de la muerte ante la atenta mirada de aquellos que como yo tiempo ha en el vacío se sumieron, arrojados a las fauces de la vida, donde las galas no son nadas, donde la pomposidad del palacio no es más que un desierto al que fuimos desterrados al nacer. Ahora, tragada por el humo de lo eterno, comprendo sin venda en los ojos el valor que se esconde en los corazones, la sabiduría de los nobles, que pasean sus ideas por las calles donándolas como limosnas a aquellos que como mendigos nos arrastramos por una palabra certera, por la lógica aristotélica por la ética nicomaquea, aspirando a encontrar el mundo de las ideas en los rincones de cada una de nuestras inmensas y pobres estancias. Y ahora, tú amado mio, asciendes como este humo a los cielos perdiéndote en la inmortalidad de tantos besos errantes, que arremetían feroces contra la soledad de nuestros sueños. Ahora tú, amado mío, yaces más resplandeciente que el oro de esta cruz, más sereno que el cielo que nos cubre, más firme que el soporte de tú inerte forma. Y a mi no me queda más que llenar la brisa con mis suspiros, de mitigar este fuego que enciende mis mejillas con mares de lagrimas bordadas de nácar y abandonarme por siempre al frió mármol de nuestros cuerpos, recordando por toda la eternidad que lo último que nos queda es el candor de una vela.
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