viernes, 6 de septiembre de 2013

La belleza de ser Quijote


Un lenguaje decadente impregnado del pecado de los siglos, lleno del rencor de la herida sangrante, una hemorragia producto del furor de tantas guerras, de tantos versos perdidos en la melancolía, en la saeta perdida en la espesura de unas fauces abiertas hacia el vacío, que como un torbellino nos arranca a jirones la paz de una noche despejada, el sueño atravesado por la embestida briosa de una lanza, que atraviesa nuestro corazón menudo, abandonados desamparados en ciudad de nadie, en la ciudad de los ríos de lágrimas, subiendo en espiral hacia nuestro fin. Y mientras tanto que hacer. Vivir sin demorar el paso, contemplando al dragón sin sucumbir a la metáfora mordaz de la religión, sino mirándolo desde la metafísica, como la libertad del alma que asciende en línea recta sin preocuparse de caer, de dibujar la espiral en el viento al precipitarse a la fría muerte. Siendo corcel en los mares del destino, sin detenernos en las vicisitudes, siendo caballeros, pero no modélicos, sino dejando salir a ese Quijote que todos llevamos en nuestro interior, y recorrer con decisión los inmensos campos de Castilla, ricos e imponentes, acariciando la piel de gigantes, fundiéndonos con el verso renovado de la fantasía que torna fantástica nuestra vida.

Imagen empleada como ilustración del texto: San Jorge matando al dragón de Cosmè Tura, realizada en 1469.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Lo último que nos queda, el candor de una vela


Atravieso la humeante y febril figura de la muerte ante la atenta mirada de aquellos que como yo tiempo ha en el vacío se sumieron, arrojados a las fauces de la vida, donde las galas no son nadas, donde la pomposidad del palacio no es más que un desierto al que fuimos desterrados al nacer. Ahora, tragada por el humo de lo eterno, comprendo sin venda en los ojos el valor que se esconde en los corazones, la sabiduría de los nobles, que pasean sus ideas por las calles donándolas como limosnas a aquellos que como mendigos nos arrastramos por una palabra certera, por la lógica aristotélica  por la ética nicomaquea, aspirando a encontrar el mundo de las ideas en los rincones de cada una de nuestras inmensas y pobres estancias. Y ahora, tú amado mio, asciendes como este humo a los cielos perdiéndote en la inmortalidad de tantos besos errantes, que arremetían feroces contra la soledad de nuestros sueños. Ahora tú, amado mío, yaces más resplandeciente que el oro de esta cruz, más sereno que el cielo que nos cubre, más firme que el soporte de tú inerte forma. Y a mi no me queda más que llenar la brisa con mis suspiros, de mitigar este fuego que enciende mis mejillas con mares de lagrimas bordadas de nácar  y abandonarme por siempre al frió mármol de nuestros cuerpos, recordando por toda la eternidad que lo último que nos queda es el candor de una vela.