Mar (Jávea), por Sorolla, 1905, Museo Sorolla.
Arrullados por las cristalinas miradas nos encontramos en el fondo de las estrellas, que apagan su canto en las profundidades serenas de un cálido atardecer. Vemos el tiempo pasar, como se desvanece entre las ondas, que se llevan nuestros besos y nos traen el recuerdo de cuantas sombras dejamos atrás. La tarde cae y seguimos en silencio, contemplando la luz verterse sobre nuestras almas. Observamos con delicada quietud como el sol se oculta en las aguas de este mar atrapado en el vuelo del mosquito, que asienta sus patas cansadas sobre su rostro, lo acaricia y despide para de nuevo emprender su vuelo. En cambio, nosotros permanecemos sentados en este banco, confesándole al sol que la vida no termina e implorándole que el presente sea eterno y el pasado un bien fugaz, que no regrese sino en la memoria. Y sentimos el frío tiempo entumecer nuestros miembros y de pronto nos encontramos con una luz artificial, ante el mismo mar donde las ondas expiraron y el reflejo ya no es el mismo. Donde los insectos no desean volver a volar. Pero, donde de nuevo, nuestras almas se vuelven a encontrar.